¿El síndrome de burnout debe ser considerado como una enfermedad? En este contexto ¿Qué significa “bienestar”? ¿Y “malestar”? ¿Cuál es la relación de estos conceptos con el de “salud mental”? ¿Qué condiciones debe reunirse para considerarse como “persona sana”? ¿Qué debe investigar la salud pública? ¿En qué consiste la “vigilancia epidemiológica”?
Herbert Freudenberger describió en 1974 el síndrome de
agotamiento profesional o burnout, una condición mental caracterizada por
disminución del desempeño laboral, con una sensación de impotencia, frustración
e incapacidad para alcanzar objetivos o metas laborales. Sus síntomas incluyen
agotamiento emocional (de ahí su nombre), cinismo y desapego, sensación de inefectividad
y de incapacidad profesional, acompañado de otros síntomas como insomnio,
irritabilidad o conflictos interpersonales; todos estos en conjunto precipitan
al sujeto afectado a estados de depresión, ansiedad y adicción.
Para algunos autores, burnout es un conjunto de signos y
síntomas considerado como ambiguo, mal delimitado o que no debe ser considerado
como enfermedad sino como manifestación de otras afecciones. Para otros, el
burnout es una enfermedad en sí misma y un potencial problema de salud pública;
se ha observado y reportado frecuentemente en servicios hospitalarios de la
sociedad occidental, se ha achacado a períodos largos bajo estrés en entornos
laborales, y se ha considerado desde su descripción inicial como
multidimensional.
Así, el agotamiento profesional debe asumirse como una
enfermedad y a la vez como un problema de salud pública susceptible de
investigación, vigilancia y detección en función de sus condiciones y entornos
predisponentes. Para tal fin, se proponen algunas nociones esenciales como
marco de referencia, se analizan a continuación las posiciones contrarias o
favorables a esta posición, y finalmente se enumeran las implicaciones del tema
y sus posibles líneas de investigación en salud pública.
Un marco de
referencia
El agotamiento profesional fue descrito inicialmente por
Freudenberger como una condición mental con consecuencias físicas.
Posteriormente, Manderscheid explicó cómo, tras los estudios del Instituto de
Salud Mental de EUA en la década de 1980, cambió la noción de enfermedad mental
desde un diagnóstico clínico e individual únicamente hacia una nueva
comprensión de dos nociones paralelas: bienestar –el grado de entusiasmo y
actitud positiva ante la vida, incluyendo la capacidad de manejar sentimientos
y comportamientos, ser autónomo y manejar efectivamente el estrés- y malestar –
como una percepción de sentirse mal, o estar enfermo, que involucraba no sólo
una percepción individual sino una comunitaria, en pos de su recuperación y
reintegración laboral. El mismo instituto también definió categorías
cualitativas para valorar la respuesta a tratamiento, cualquiera fuese éste.
Desde la misma época, los asuntos relativos a salud mental
se volvieron paulatinamente importantes para el público en general. Un motivo
subyacente fue la transformación de la sociedad hacia una economía basada en la
prestación de servicios, en cuyo interior se encuentran individuos sometidos a
toda clase de presiones en pos de una mejor y más eficiente atención al público
–a menudo identificadas con el término estrés (stress)– en especial cuando
enfrentan los dilemas profesionales y éticos que impone el sector salud. Una
situación así puede dar pie a trastornos mentales, que también afectan la salud
física individual, y verse reflejado en las condiciones de trabajo, de
servicios de salud y en la estabilidad de las sociedades en su conjunto –si se
consideran ejemplos como el ausentismo y la pérdida de productividad en cuanto
consecuencias. Expresado de otro modo, en el siglo XXI el estudio de circunstancias
como éstas y aquellas relacionadas con burnout -así como las propuestas para su
solución o mitigación- constituyen un gran desafío para áreas del conocimiento
y quehaceres como la
Salud Pública, que se vería beneficiada de un análisis y
seguimiento de cómo los profesionales y técnicos de salud en particular –y de
otros sectores prestadores de servicios en general- perciben y sienten su salud
mental y física en su entorno.
Ahora, las nociones de salud y de enfermedad han tenido
diferentes percepciones a lo largo del tiempo y las culturas. La noción de
salud ha cambiado según la comprensión que de ella tenga el común de la gente,
científicos de los siglos XIX y XX –salud como ausencia de enfermedad u
homeostasis entre medios interno y externo-; instituciones como la OMS -un “completo estado de bienestar físico,
psíquico y social”, y no sólo la ausencia de enfermedad o achaque- o la
reflexión posterior sobre su alcance y completitud o su significado en términos
de la potencialidad para una función plena y con calidad de vida, influenciado
por lo biológico humano, el estilo de vida, los ambientes (físico y
comunitario, que pudieran asimilarse al “entorno”) y la estructura social. Por
su parte, la noción vulgar de enfermedad esconde una noción dicotómica y de
aplicación universal para reconocer a otro sujeto como “enfermo”: según Scully,
si se tienen en cuenta especialmente grupos humanos, contextos culturales e
incluso épocas, sería muy difícil dar una acepción final y definitiva; en otras
palabras, la noción de la enfermedad en el siglo XXI va mucho más allá de un
razonamiento de consultorio, cuarto de hospital o de laboratorio (clínico,
farmacéutico o de salud pública), donde un conjunto de signos y síntomas
conllevan el confirmar la presencia o ausencia de un microorganismo y
prescribir un tratamiento a la medida del mismo. Así, las nociones de salud y
de enfermedad han cambiado en función de mejores capacidades de diagnóstico
pero también de mayores expectativas de salud, calidad de vida, desempeño técnico/profesional,
comprensión del carácter finito (más que escaso) de los recursos en salud y
escándalo frente a las relaciones non-sanctas entre industria farmacéutica y
asociaciones científicas o de pacientes.
Entonces, la salud pública –traducida en acción
investigativa- debe no sólo estudiar y propender por la mejor salud de las
poblaciones, sino también por la de su grupo de profesionales y técnicos,
denominados según el momento y el grupo interesado talento humano, trabajadores
de salud o –despectivamente- insumo humano o carga de gastos en salud. Este
objetivo está inscrito tanto en su definición y propósitos como en sus
funciones. La Salud
Pública es para Malagón y para Gómez un quehacer, una
manifestación de una organización racional, consensual, colectiva, de las
acciones y condiciones dirigidas a proteger a la población de los factores de
riesgo que inciden sobre el estado de salud, mejorar la convivencia y la
calidad de vida, donde el ser humano es protagonista activo en el mejoramiento
de las condiciones personales y de la sociedad en la cual vive; por su parte,
para Benach y cols. es una tecnología social basada en las ciencias sociales y
de salud cuyo objetivo es precisamente uno de mejoramiento a través de acciones
sobre el medioambiente, el empleo y el trabajo, los asuntos políticos y
sociales, y la atención sanitaria.
Un intento de convertir estos objetivos en categorías
operativas, caracterizables y medibles, fue a través de las llamadas funciones
esenciales en Salud Pública (FESP), originalmente pensadas para rescatar el
carácter obligatorio de la salud pública, el desarrollo humano sostenible y el
respeto a la integridad del ser humano, el fortalecimiento de la
infraestructura y la práctica de la salud pública, pero que también tienen presentes
la vigilancia de salud pública, la investigación y control de riesgos y daños
en salud pública, el desarrollo de recursos humanos y capacitación en salud
pública, y la garantía de calidad de los servicios de salud individual y
colectivos.
Sin embargo, la vigilancia en salud pública está afincada
sobre la epidemiología, específicamente la noción de vigilancia epidemiológica
de eventos centinelas en salud: un evento de interés o centinela en salud
pública es considerado una enfermedad prevenible o muerte prematura cuya
ocurrencia es señal de alarma para mejorar la calidad de la atención médica
preventiva o terapéutica. Por esta misma naturaleza, un sistema de vigilancia
epidemiológica tradicional no está en principio adecuadamente preparado para la
detección, la confirmación, el análisis o el seguimiento de eventos crónicos
dados el empleo, el sitio de trabajo y el entorno, tal como sucede con el
agotamiento profesional.
El burnout -en español, “agotamiento profesional” o
“desgaste profesional”- recibió una connotación definitivamente profesional y
que podía afectar grupos de pacientes a partir de los estudios con maestros de
escuela por parte de Maslach y Jackson (EUA), creadoras del instrumento
psicométrico más utilizado para su estudio. Schwartz y Will y otros reportaron sus observaciones y
buscaron explicar sus causas, entre ellas su carácter progresivo y dinámico
(aunque pueda ser reversible) y la noción subyacente de riesgo psicosocial. Un
problema con el estudio del burnout es que, desde sus orígenes, el esfuerzo se
ha concentrado en la descripción del problema, a partir de las manifestaciones
somáticas del individuo, y por la acción de profesionales cuya formación de
base era Medicina, Psicología o Ciencias Sociales, no Epidemiología o Salud
Pública; a la fecha, escasean los estudios de carácter analítico o experimental
que lo hayan abordado.
Mientras que los primeros reportes se basaron en métodos
cualitativos, basados siempre en observaciones metódicas, entrevistas y estudio
de casos, muy rara vez en colectivos y nunca cuestionando que su origen y
causas pudiera involucrar la organización de las instituciones o el entorno de
trabajo, los estudios de comienzos del siglo XXI se aproximaron al problema en
dos sentidos:
a) un modelo medicalizado (paciente como sujeto pasivo), y
b) un modelo de apoyo social. Por ejemplo, Gil-Monte, desde
una perspectiva sociológica y cultural, enumeró tres motivos por los que se ha
visto cada vez más burnout en trabajadores: a) desarrollo del sector de
servicios, con cambios en el entorno socioeconómico (de cómo se hacen
transacciones) y laboral (flexibilización) en presencia de mayor presión en pro
de la eficiencia; b) cambios demográficos que se centran alrededor de la
migración (mayor movilidad, más heterogeneidad poblacional y por ende, de
prestadores como de receptores de servicios); y c) avance y masificación de
tecnologías de información y comunicación (con mayor desinformación y
desorientación de prestadores y receptores).
Extraído de:
Agotamiento profesional (burnout): concepciones e
implicaciones para la salud pública
Burnout para la salud pública
Omar Segura
Doctorado Interfacultades en Salud Pública, Universidad
Nacional de Colombia, Bogotá, D.C., Colombia
Grupo de Estudios Sociohistóricos de la Salud y la Protección Social,
Centro de Historia de la Medicina “Andrés Soriano Lleras”, Universidad Nacional
de Colombia, Bogotá, D.C., Colombia
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